Es muy complicado revelar que aún me estremezco al verte cruzar la calle para llegar a la banqueta de mi casa, con tus brazos a un lado de tu cuerpo, tu cuerpo tan distante del mío… Acercándose. Y acercándose. Aunque quizá esto no sea una revelación. Sería una revelación si no intuyeras el pulso acelerado, la sangre corriendo más deprisa, correteadas. Lo sería, si no te dieras cuenta de mi mirada en tus labios, en tus ojos, orejas, cuello, manos. Si no observaras esa notable ansiedad por quitarte el cinturón. ¿Lo notas?... ¿No? Deagh, olvido que eres muy despistado.
Y, lo complicado de la no-revelación no es el acto en sí de estremecimiento. Es, más bien, caer en cuenta de que por más momentos, por más días, por más meses, años, segundos que paso observando y mordiendo y exprimiendo tus labios; el temblor de mis manos no desaparece cada que estás a punto de llegar.
No es nada nuevo lo que te expreso. Disculpa, y es que tú no tienes la culpa de tener textos míos inspirados en tu piel que siempre digan lo mismo. Maravilloso, lo eres.
Dijiste seis, y son seis cincuenta y cuatro. Que maña la mía de ver la hora. Yo que nunca quise tenerte atada a relojes y números, por el simple hecho de no corromper tu libertad. Y cada diez y ocho un numero más, y cada veintiuno también. Y el tal número a las tales números esto, y lo otro. Y te tardaste estos números, y quedamos que a las tantas horas en tales días. No me había dado cuenta de mis prisiones. Por eso digo que escribiendo se descubre. Y te, también.
miércoles, 26 de mayo de 2010
martes, 25 de mayo de 2010
"¡Zanahodia!"

Quizá, tal vez, el peor momento del día cuando caigo en cuenta de que me haces falta; es cuando, al igual, caigo en cuenta una vez más, de que no tengo Amigos. Así, con mayúscula al principio. Y no tanto el querer-necesitar Amigos, con uno sólo me doy por bien servida.
Mira, no es tanto que no tenga a quién recurrir: nadie necesita recurrir a mí. Y eso, es lo más catastrófico, tomando en cuenta mis dramas naturales, y hereditarios. Ahora qué me importa sentarme a pensar a quién buscar para salir a platicar. Qué me importa que los conocidos prefieran disfrutar en su privacidad la semana para el fin salir con otras personas, excluyendome a mí.
Me deprime -sólo un poco- el que no haya una sola persona que me invite a salir hoy jueves. El que me jueguen mal. Me deprime no tener un amigo para invitarle una cerveza. Ya ni por eso... Y, tan fácil sería para mí buscar a aquél cuarteto de acosadores, pero no. Yo no quiero directas para que les de un beso. Yo quiero, tan sólo platicar. Escuchar. Existir de más de una forma. Y entonces, le marcaré a él para decirle que no quiero ir porque no tengo con quién.
¿De qué me sirve estar para las clases, para cuando no tienen nada que hacer, para los libros, los cigarros, la cama, si no estoy para cuando se me quiere ver y escuchar?
Termino siendo, una vez más, el apunte en la libreta de la psiquiatra, el número de lista de la maestra, el adorno que se lleva atrás en La Cuadra, el brazo y pie y oreja y labio y entrepierna de emergencia.
lunes, 24 de mayo de 2010
3:00 pm
Tres de la tarde. Mala hora para levantarse, expirando líquidos sudoríficos por todo mi rostro. El sol resplandece fuertemente a esas horas, y quisiera tapar con una madera la ventana. Pinche sueño.
La cama me obliga a quedarme unos minutos más, recreando el sueño que tuve. Aún lo recuerdo bien. Había un joven sentado sobre una banca afuera de una casa. No había puerta. Era como un callejón. Mi mamá me decía “ese chavo me da un poco de miedo, está muy misterioso”. Aquella persona que aparentaba unos 19 años de edad estaba recargado, más bien, en la banca que le llegaba a la mitad del trasero. Cabizbajo, mirada perdida. Se veía muy deprimido. Pensativo. Arrepentido, quizá. Entrabamos al cuarto y ella me decía de nuevo “Ojalá no pase nada. Recuerda que hoy es el Día de las Cabezas”. Ahora no sé si exista el Día de las Cabezas, pero recuerdo que cuando lo escuché dentro del sueño, me puse muy tensa, y nerviosa. Porque, según mis pensamientos, era algo así como Día de cortar cabezas. O disparar en las cabezas. De repente, sentí la presencia de alguien en la entrada sin puerta, y me incliné sobre las piernas de mi madre. Ella estaba sentada en una banca, sus pies quedaban colgando, yo parada y mi cabeza quedaba perfectamente cómoda sobre sus piernas. Recargué mi cabeza sobre sus piernas, con mucho miedo. Sabía que algo malo pasaría. Quería llorar, tenia mucho miedo. Mucho. Y ella me tapo los ojos con una mano extendida. Fui quitando la mirada de sus manos poco a poco para observar lentamente quién estaba en la entrada, y vi unos zapatos negros. Subí más la mirada, y vi unas piernas cubiertas con un pantalón oscuro, de mezclilla. Y al llegar a la mitad de la pierna, vi sus manos. Y en la izquierda tenía un arma. Era una pistola negra. En ningún momento vi su rostro, pero sentía muy fuerte, casi como si lo supiera, que estaba muy triste aquella persona. Al ver el arma, la mano empezó a levantarse y de repente me señalaba a mí. Cerré los ojos fuertemente, tenía mucho miedo. Escuché el disparo, y los presioné más. Abrí los ojos y me di cuenta que no me dolía nada, y sin verlo, supe que se había suicidado él. Murió de tristeza. Eso lo sé. Aún sin que me lo haya dicho. Lo sé.
Después, Eduardo regresaba de Chiapas, y él me decía que tenía que contarme algo que le había sucedido. Y yo sabía, de nuevo sin que me lo dijera, que a él le había sucedido lo mismo allá. O al menos, algo parecido. Que le había pasado exactamente lo mismo. Pero yo sentía mucha necesidad de contarle como me sucedió a mí. Y no dejaba que me dijera nada, lo interrumpía diciéndole “¡Lalo, te tengo que contar cómo paso!” “¡Lalo, es que no lo vas a creer! A él yo lo notaba muy serio, reflexivo. Presentía que aquél suceso le había cambiado todo. Hasta puedo decir, que sentía la misma tristeza de aquél que se suicidó, en él. En Eduardo. Y, ahora recuerdo, que él estaba triste, y un poco enojado porque no le marqué en toda la semana que estuvo en Chiapas. Y yo trataba de explicarle, diciéndole lo que pasaba. No sé porqué. Pero la razón era lo que había pasado y, algo mas. Veía fantasmas. Claro, ahora pienso, ¿eso que tiene que ver para no marcarle? Pero en verdad había sido por eso en mi sueño. Veía apariciones de personas, pero yo sabía que ya estaban muertas. Y me hacían gestos, o me saludaban con ojos de psicópata. Trataban de asustarme. Recuerdo que en una ocasión, mientras él no me hacía caso debido al enojo porque no le marqué, yo lo agarraba de la cara, porque no me quería ver, y le decía “es que en verdad, lalo, estoy viendo fantasmas, y ese chavo me iba a disparar, y se suicido..” Yo estaba muy alterada, pero pareciera que lalo no quería escucharme. No me creía. Y en eso volteé a una puerta cercana, y vi que alguien se escondía detrás. Sabía que era un muerto. Y esperé a que se asomara y solo asomó su cara, y sonreía y me miraba con los ojos muy abiertos, me saludaba. Burlonamente. Sabía que me espantaba. Y además, se burlaba porque Eduardo no me creía. Recuerdo que me le quedaba viendo para reconocer su rostro, pero no lo conocía. Y yo le decía a Eduardo “¡Lalo, velo! Ahí hay un fantasma saludándome, burlándose” y Eduardo lo veía, pero aún así no me creía.
Después, desperté. Mi mamá estaba furiosa por la hora, y yo dormida.
No olvido el rostro de aquella persona joven que se suicidó. Estaba tan triste. Tan solo. Y ahora pienso en que, si no me hubiera dado miedo al verlo tan misterioso ahí cabizbajo, con la mirada perdida; yo pude haber evitado todo. Pude haberlo evitado.
La cama me obliga a quedarme unos minutos más, recreando el sueño que tuve. Aún lo recuerdo bien. Había un joven sentado sobre una banca afuera de una casa. No había puerta. Era como un callejón. Mi mamá me decía “ese chavo me da un poco de miedo, está muy misterioso”. Aquella persona que aparentaba unos 19 años de edad estaba recargado, más bien, en la banca que le llegaba a la mitad del trasero. Cabizbajo, mirada perdida. Se veía muy deprimido. Pensativo. Arrepentido, quizá. Entrabamos al cuarto y ella me decía de nuevo “Ojalá no pase nada. Recuerda que hoy es el Día de las Cabezas”. Ahora no sé si exista el Día de las Cabezas, pero recuerdo que cuando lo escuché dentro del sueño, me puse muy tensa, y nerviosa. Porque, según mis pensamientos, era algo así como Día de cortar cabezas. O disparar en las cabezas. De repente, sentí la presencia de alguien en la entrada sin puerta, y me incliné sobre las piernas de mi madre. Ella estaba sentada en una banca, sus pies quedaban colgando, yo parada y mi cabeza quedaba perfectamente cómoda sobre sus piernas. Recargué mi cabeza sobre sus piernas, con mucho miedo. Sabía que algo malo pasaría. Quería llorar, tenia mucho miedo. Mucho. Y ella me tapo los ojos con una mano extendida. Fui quitando la mirada de sus manos poco a poco para observar lentamente quién estaba en la entrada, y vi unos zapatos negros. Subí más la mirada, y vi unas piernas cubiertas con un pantalón oscuro, de mezclilla. Y al llegar a la mitad de la pierna, vi sus manos. Y en la izquierda tenía un arma. Era una pistola negra. En ningún momento vi su rostro, pero sentía muy fuerte, casi como si lo supiera, que estaba muy triste aquella persona. Al ver el arma, la mano empezó a levantarse y de repente me señalaba a mí. Cerré los ojos fuertemente, tenía mucho miedo. Escuché el disparo, y los presioné más. Abrí los ojos y me di cuenta que no me dolía nada, y sin verlo, supe que se había suicidado él. Murió de tristeza. Eso lo sé. Aún sin que me lo haya dicho. Lo sé.
Después, Eduardo regresaba de Chiapas, y él me decía que tenía que contarme algo que le había sucedido. Y yo sabía, de nuevo sin que me lo dijera, que a él le había sucedido lo mismo allá. O al menos, algo parecido. Que le había pasado exactamente lo mismo. Pero yo sentía mucha necesidad de contarle como me sucedió a mí. Y no dejaba que me dijera nada, lo interrumpía diciéndole “¡Lalo, te tengo que contar cómo paso!” “¡Lalo, es que no lo vas a creer! A él yo lo notaba muy serio, reflexivo. Presentía que aquél suceso le había cambiado todo. Hasta puedo decir, que sentía la misma tristeza de aquél que se suicidó, en él. En Eduardo. Y, ahora recuerdo, que él estaba triste, y un poco enojado porque no le marqué en toda la semana que estuvo en Chiapas. Y yo trataba de explicarle, diciéndole lo que pasaba. No sé porqué. Pero la razón era lo que había pasado y, algo mas. Veía fantasmas. Claro, ahora pienso, ¿eso que tiene que ver para no marcarle? Pero en verdad había sido por eso en mi sueño. Veía apariciones de personas, pero yo sabía que ya estaban muertas. Y me hacían gestos, o me saludaban con ojos de psicópata. Trataban de asustarme. Recuerdo que en una ocasión, mientras él no me hacía caso debido al enojo porque no le marqué, yo lo agarraba de la cara, porque no me quería ver, y le decía “es que en verdad, lalo, estoy viendo fantasmas, y ese chavo me iba a disparar, y se suicido..” Yo estaba muy alterada, pero pareciera que lalo no quería escucharme. No me creía. Y en eso volteé a una puerta cercana, y vi que alguien se escondía detrás. Sabía que era un muerto. Y esperé a que se asomara y solo asomó su cara, y sonreía y me miraba con los ojos muy abiertos, me saludaba. Burlonamente. Sabía que me espantaba. Y además, se burlaba porque Eduardo no me creía. Recuerdo que me le quedaba viendo para reconocer su rostro, pero no lo conocía. Y yo le decía a Eduardo “¡Lalo, velo! Ahí hay un fantasma saludándome, burlándose” y Eduardo lo veía, pero aún así no me creía.
Después, desperté. Mi mamá estaba furiosa por la hora, y yo dormida.
No olvido el rostro de aquella persona joven que se suicidó. Estaba tan triste. Tan solo. Y ahora pienso en que, si no me hubiera dado miedo al verlo tan misterioso ahí cabizbajo, con la mirada perdida; yo pude haber evitado todo. Pude haberlo evitado.
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